Son las cinco y media de la mañana de un domingo y sé que tengo una hora y media, tal vez dos, para escribir antes de que se levante mi hijo y mi vida deje de ser mía para convertirse en una rutina (maravillosa, no lo niego) de juegos, comidas, llantos, pañales, playa, lavadoras y siestas (en las que a veces aprovecho y leo un poco si no me quedo dormido sobre el libro en cuestión). No me quejo, sabía que sería así, por lo menos hasta que comience a ir a la guardería, solo que no puedo evitar pensar, mientras me preparo el primer café del que será un día muy largo, si merece la pena seguir con este blog que parece no leer nadie salvo mi madre. Por cierto, hola mamá.
Escribir es un trabajo
Cuando pensamos en un escritor, solemos imaginarnos a un tipo con mucho mundo, alguien un tanto solitario que escribe medio borracho a altas horas de la madrugada. Bukowski y Hemingway tienen parte de culpa en la imagen idílica del escritor sufrido, pero no es necesariamente así. De hecho, escribir es un trabajo, requiere de una rutina y un horario. Cualquiera puede sacar adelante un libro a base de arrebatos, lo difícil es construir una obra (hay quien prefiere llamarlo legado) a base de ratitos libres llenos de inspiración. Lo sé bien.
En la universidad pensaba que escribir era eso, tener un problema, un mal día, una pelea con la novieta, sentarse con una cerveza por delante y vomitar todo lo que uno llevara dentro. Tardé cuatro años en escribir mi primera novela y el resultado fue, como poco, mejorable. A base de arrebatos a lo sumo uno escribe un relato, pero una novela requiere de cierta continuidad, no puedes darle coherencia cuando el capítulo anterior lo escribiste hace un mes y en un estado un tanto lamentable. No puedes escribir un libro si cada vez que te sientas tienes que repasar durante media hora dónde te quedaste.
Lo descubrí cuando terminé la universidad y me quedé en el paro. Tuve algo más de un año para escribir (mi mujer, bendita mujer que también saca tiempo para leerse mi blog, insistía en que debía trabajar en lo mío o en nada) y escribí en ese año dos libros. Entonces lo vi claro, la rutina es esencial para trabajar. Porque al final, escribir es eso, un trabajo.
Mítica es la capacidad de trabajo que tenía Balzac, autor de tantas obras que cuesta imaginar de dónde sacaba tiempo un hombre que además se dedicaba a los negocios (con escaso éxito, eso sí). Dicen que escribía durante toda la noche, unas quince horas seguidas, bebiendo indecentes cantidades de café y en la mayor reclusión posible. Es por esto que algunos críticos dudan de la autoría de todas sus obras, sencillamente no creen que fuera posible que un solo hombre escribiera tanto. Además, como lo hacía en aislamiento y sus obras están llenas de referencias históricas y políticas, cuesta imagina de dónde podía sacar tanta información.
Otro escritor nocturno, también gran bebedor de café y también francés, fue Proust, quien permaneció quince años recluidos para poder darle forma a su obra más famosa: En busca del tiempo perdido. Escritor inagotable, comentan que a veces las correcciones que hacía de su propio trabajo una vez que lo repasaba podían llegar a ser más extensas que la obra en sí antes de ser corregida.
Decía Ishiguro cuando recibió el Nobel que su libro más famoso, Los inconsolables, lo escribió en apenas un par de meses, pero para ello tuvieron que darse dos circunstancias igual de importantes: la primera es que llevaba un año pensando en la historia y escribiendo todo tipo de notas al respecto y la segunda es que durante esos dos meses su mujer se encargó absolutamente de todo lo que no fuera literatura en su día a día. Vemos que el aislamiento en su tema recurrente en la vida de los escritores, no por nada clamaba Virginia Wolf por un cuarto propio para escribir.
Otro que solía aislarse era Ian Fleming. El padre de James Bond tenía un método genial para escribir sus libros, un mes al año (enero, si mal no recuerdo), se marchaba a su casa en Jamaica y allí se encerraba a escribir. El resto del año se lo pasaba viajando por los escenarios en los que luego solía ambientar sus historias. “Escribo durante alrededor de tres horas por la mañana […] y dedico otra hora más entre las seis y las siete de la tarde. Jamás corrijo nada y tampoco regreso a revisar lo que he escrito […] Gracias a esta fórmula, se pueden escribir dos mil palabras al día.” En esta cita sacada de una entrevista falta comentar lo mucho que bebía y fumaba en esas horas de trabajo.
Otro que bebía y fumaba escribiendo, con música clásica a todo volumen de fondo, era Bukowski, quien solía escribir entre las ocho de la tarde (cuando volvía del hipódromo) y las dos de la madrugada. Hemingway escribía de píe y a menudo desnudo, J.K. Rowling solía escribir en una cafetería, en fin, el método usado por cada uno es distinto, pero nadie duda de que se trata de un trabajo.
El mito
Si uno piensa en el mítico escritor sufrido y al borde del alcoholismo (no sé por qué digo al borde), piensa directamente en Bukowski. Y lo curioso es que Bukowski no comenzó a escribir en serio hasta los cuarenta y nueve años, momento en el que recibió el apoyo de una editorial independiente y pudo pagar la entrada para una casa en un barrio “bien” de Los Ángeles.
Pensamos en el artista y pensamos directamente en la superación, y lo mismo cuando pensamos, ya de paso, en los grandes deportistas que tuvieron que pasar de todo para llegar a lo más alto, y lo mismo incluso cuando pensamos en los emprendedores: es el mito griego del héroe que para triunfar antes debe sufrir; lleva siglos instalado en nuestra cultura y nos cuesta incluso imaginar ningún tipo de éxito sin esa autosuperación o sufrimiento.
Pero lo cierto es que no siempre es así. Una vez le pregunté a Vila-Matas si pensaba que en sus inicios era más fácil publicar que ahora que parece haber tantísima competencia. Él me respondió que no lo sabía, que él ni siquiera se había propuesto publicar. Simplemente escribió un libro, se lo enseñó a un amigo y ya no tuvo que hacer nada más.
Algo parecido me comentaba mi mentora, Lara Moreno, quien empezó escribiendo poesía en la universidad, y un día, muchos años después, tenía varios libros publicados y era editora en Caballo de Troya sin saber muy bien cómo había llegado a eso.
A menudo pensamos en Steve Jobs o en Mark Zuckerberg como los grandes ídolos de nuestra cultura capitalista, dejando la universidad a medias y empezando sus negocios en un garaje, pero se nos olvida que la universidad que dejó Zuckerberg fue Harvard y que el famoso garaje en el que empezó Apple estaba en Palo Alto.
Nada mata tanto la creatividad como un trabajo de ocho a cinco
Ya lo decía mi madre, de escribir no se vive. Llevo ya tres años intentando publicar sin éxito, si no fuera por mi trabajo en la marina mercante y la empresa de mi mujer, hace tiempo que nos habríamos muerto de hambre. La historia está llena de escritores que han tenido que compaginar la literatura con algún trabajo, desde marinos como yo (Conrad y Melville) hasta médicos (Chejov), pasando por camareros (Cicero). La precariedad, sin embargo, parece aflorar una vez más en nuestra generación.
Este de Noah Cicero es un buen ejemplo, con estudios universitarios y libros traducidos y publicados por medio mundo y sin embargo, al que se le considera uno de los más influyentes miembros de la llamada Alt Lit, el autor de Trabaja, cuida tus hijos, paga tus facturas, cumple la ley y compra cosas contaba en uno de sus libros autobiográfico que no podía vivir solo de la literatura y que por eso seguía currando en un asador. De hecho, cuando va a lecturas o firmas de ejemplares en otras ciudades se queda en casa de amigos o conocidos porque no tiene dinero para un hotel.
Bukowski (a quien pertenece la cita que uso como enunciado de este apartado y al que le estoy dedicando muchas líneas en este post) tardó cuarenta y nueve años, pero al final pudo vivir única y exclusivamente de la literatura: “Tenía dos opciones, quedarme en la oficina de correos y volverme loco… o salir y jugar a ser escritor y morirme de hambre. Decidí morirme de hambre.” Sin embargo, hoy por hoy, vivir de la literatura (tampoco se murió de hambre, es que al pobre le gustaba exagerar) parece casi un imposible. Incluso los grandes éxitos como Pérez-Reverte tienen una columna en El País y autoras de renombre como Almudena Grandes y Rosa Montero han colaborado en el máster de narrativa de Escuela de escritores.
La estrategia de blog y redes, esta que he decidido seguir yo, parece de poca utilidad cuando no consigues seguidores ni publicando artículos religiosamente cada semana. Y es que convertir seguidores (en el caso de tenerlos, que ni siquiera es el mío) en clientes es algo tremendamente difícil y lo sabemos bien mi mujer y yo, que estamos haciendo ahora un curso con Alejandro Novás para atraer más clientes a nuestros servicios digitales. Empresario, marino, escritor y padre… ¿Será acaso que estoy abarcando demasiado?
Decía Luna Miguel en una entrevista para Forbes que no, que los seguidores no son compradores y que de eso se están dando cuenta ahora las editoriales. Por eso termino el post de hoy, viendo amanecer, sin respuesta a mi pregunta de antes: ¿Compensa llevar este blog? ¿Levantarme a las cinco y media para escribir? Esta lucha agotadora por hacerme un hueco, un nombre, encontrar editorial… Apago ya, que en breve se levanta mi hijo y ni siquiera le tengo preparado el biberón…
Un tema muy interesante el que comentas y muy bien maravillosamente ejemplificado entre los clásicos y tu caso. Mi sensación, por aportar algo, es que el mercado está saturado. Hay casi más escritores que lectores y eso desequilibra la balanza a todos los niveles: las editoriales están exprimidas, es difícil destacar entre tanta gente que escribe razonablemente bien y es original y el consumidor/lector se encuentra un mercado en el que es ciego. Supongo que Bukowski, por muy bueno que fuera, no tenía tantos competidores.
Respecto a las formas de visibilización pasa más o menos lo mismo. Sí, hay RRSS, blogs y mil formatos más, pero todos están saturados y allí manda la banalidad, la superficialidad, la efimeridad y el interés, valores casi contrarios a los que puede representar una novela y el oficio/divertimento de escribir
Estoy de acuerdo en la rutina. Yo de hecho soy muy indisciplinado y me gusta el relato corto porque de una sentada puedo vomitar todo lo que hay en mi cabeza. Ahora bien, una novela es cuestión de disciplina más que de inspiración. Siempre me consuelo susurrándome a mí mismo: «Bueno, ya mañana encontrarás la disciplina».
En mi caso ya he llegado al convencimiento de que la escritura es un divertimento que puedo hacer como complemento de mi trabajo, pero que necesito pasar por el peaje del contrato capitalista para sacar un rato y soñar que algún día me dedicaré sólo a esto.
Un placer descubrir este rincón. Espero pasarme más veces!
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Desde luego tengo muy claro que si sigo escribiendo (cuando me deja mi hijo, se entiende) es porque me divierto muchísimo… Todo lo demás, publicar (si algún día llega) incluido, son extras…
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